La llegada de Alessandra Rojo de la Vega a la alcaldía Cuauhtémoc no implica un quiebre con las viejas prácticas, sino una especie de reinvención en la forma de verlas. Su éxito en las urnas no es precisamente una victoria del feminismo que nace del pueblo ni de las batallas sociales más esenciales. Más bien, simboliza el triunfo de un progresismo que no se preocupa por las diferencias de clase, uno que simplifica los problemas sociales a meras charlas motivacionales, campañas llamativas y acciones que procuran no incomodar las causas profundas de la inequidad.
Rojo de la Vega se muestra como una luchadora, una protectora de los derechos femeninos, una madre fuerte y una ciudadana audaz. Sin embargo, su camino recorrido evidencia que su activismo ha servido más para destacar su propia figura que para impulsar un cambio real. En vez de fortalecer la unión para pelear por los derechos, ha fortalecido su propia imagen. Y en vez de cuestionar los intereses económicos o las bases del poder, los maneja con soltura
Su gestión comenzó con un acto cargado de símbolos: el retiro de las estatuas de Fidel Castro y el Che Guevara. Lo vendió como una victoria “vecinal”, pero no fue más que una operación mediática para deslegitimar cualquier rastro de memoria revolucionaria en el espacio público. “Llévenselas de decoración a sus casas”, dijo, como si la historia pudiera subastarse, como si la política fuera solo una escenografía. Así funciona el woke: se apropia de las formas del disenso, pero elimina su contenido transformador.
Esta lógica no es nueva, pero sí peligrosa. Bajo la bandera de lo woke, los proyectos neoliberales se pintan de morado, se disfrazan de derechos humanos, se suben al tren del empoderamiento… mientras privatizan servicios, criminalizan la protesta y entregan el espacio urbano al capital inmobiliario. Rojo de la Vega no es una excepción, es un ejemplo paradigmático.
Su coalición con los partidos de derecha (PAN, PRI y PRD) deja claro que actúa como un engranaje más en el sistema para frenar cualquier transformación real. Lo que realmente propone no es una sociedad más justa, sino un modelo neoliberal maquillado para que parezca menos duro. En sus palabras hay espacio para las mujeres, pero se olvidan de las que trabajan. Habla de derechos, pero no de los que defienden los sindicatos. Se acuerda de las víctimas, pero ignora a los grupos que se organizan desde la gente. Todo tiene cabida, eso sí, siempre que no se ponga en duda cómo está repartido el poder, la riqueza y las clases sociales.
Porque eso es el woke: un simulacro de progresismo que exalta la diversidad mientras niega la desigualdad; que abraza las causas más mediáticas pero desprecia las más profundas; que se maquilla de justicia, pero actúa con la lógica del mercado.