El problema no es el mercado por sí mismo y el intercambio, el comercio, la compraventa voluntaria entre individuos o entre comunidades ha existido mucho antes del capitalismo; incluso ha llegado a ser en algunas etapas de la historia un factor que ha permitido el desarrollo de las fuerzas productivas, la innovación técnica o la cooperación incluso. El verdadero problema empieza cuando se le otorgan, ya un nivel de cualidades casi divinas… cuando se le considera dogma, orden natural indiscutido, medida última del valor y la justicia.
Los inicios del liberalismo económico provienen del siglo XVIII, y algunos de sus autores, como por ejemplo Adam Smith (quien encontraba en el libre comercio un camino hacia la prosperidad general) son quienes lo eligen a partir de una disertación con relación a los monopolios feudales, y a las obstrucciones mercantilistas, que constituían la causa que mermaba tal prosperidad. El liberalismo clásico se plantea a partir de una concepción de libertad que no niega el hecho de existir de un Estado, sino que lo limita a las funciones que podrían considerarse como esenciales (defensa, justicia, algunas obras públicas). Aquella propuesta, por tanto, podría considerarse que suponía una mejoría con relación a sistemas más cerrados y autoritarios.
Sin embargo, la evolución del capitalismo no se detuvo allí. En el siglo XX, frente a las crisis cíclicas del sistema, surgieron formas de regulación estatal que trataron de equilibrar el crecimiento económico con derechos sociales: el Estado de bienestar fue una de ellas. Pero desde los años ochenta, con figuras como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, una nueva ola de pensamiento (el neoliberalismo) tomó fuerza. Esta vez, no solo se trató de confiar en el mercado, sino de someter todo a su lógica: salud, educación, vivienda, agua, energía, trabajo. Privatizar, desregular, flexibilizar. El Estado pasó de ser un árbitro para convertirse en un socio menor del gran capital.
Hoy, en 2025, ser librecambista no es una postura inocente. No es la defensa de la libertad frente al autoritarismo, ni una apuesta por la eficiencia frente al despilfarro. Es, en la mayoría de los casos, una máscara ideológica para justificar privilegios, evasión fiscal, despojo, precarización y una brutal desigualdad. Es una forma elegante de defender que unos pocos tengan todo y muchos no tengan nada, en nombre de una supuesta racionalidad económica.
Reivindicar al mercado como herramienta está bien. Pero fetichizarlo, ponerlo por encima de la vida, de los derechos y de la dignidad, es no haber aprendido nada del siglo XX. En tiempos donde la humanidad enfrenta desafíos comunes que deben ser enfrentados de forma colectiva, ser librecambista es un acto egoísta.
Ser librecambista en 2025 no es rebelde ni moderno: es, en muchos sentidos, una forma de neocolonialismo encubierto.

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