Recuerdo muy poco de aquella fotografía. La guardo en mi mente, pero hay más sombras que luces. Un hombre trabaja. Es muy fuerte, está cansado y desde el fondo de su mirada la cámara ha capturado su angustia, su rabia. ¿Cuándo vi aquella imagen? Quizá hace cuarenta años. Esa mañana, la fotografía del brasileño Sebastião Salgado transformó al joven que se fugaba de su depresión en el Museo de Arte Moderno del bosque de Chapultepec.
“Lo que quiero –dice el fotógrafo brasileño– es que el mundo recuerde los problemas y a las personas […]. No quiero que la gente los mire y aprecie la luz y la paleta de tonos. Quiero que miren dentro y vean lo que representan las imágenes y el tipo de personas que fotografío”. Yo, querido Sebastião, quedé cimbrado desde la primera imagen que vi salida de tus ojos, tus manos y tu cámara.
Sobre la tierra africana, el hombre avanza como un perro. Solo piel cubre sus largos huesos. Al fondo, una habitación de tela y, detrás, la oculta mirada de la lente atestiguan las pocas horas que le quedan. También yo, también nosotros, sufrimos ese instante que detuviste, que dibujaste con la luz y que miles de mujeres y hombres miramos.
Un joven posa con la mano en la cadera donde por las inmensas escaleras centenares de trabajadores bajan en busca de oro. Son las minas que nos revelan la importancia del oro, del dinero, que convierte a la mayoría de las personas en seres explotados, y en otra fotografía veo que un joven por fin ha llegado al final de la escalera mientras una mano espera para rescatarlo del abismo. Salgado nos muestra la explotación humana, y en otra imagen los hombres escarban la tierra buscando el metal precioso, pegados a una montaña sin protección, como cabras montesas, de las que las vidas penden de los hilos de la avaricia de los dueños de esas tierras malditas de Minas Gerais.
“Cuando llegué al borde de ese inmenso agujero –explica Salgado– vi pasar ante mí en fracciones de segundo la historia de la humanidad, la historia de la construcción de las pirámides, la historia de la torre de Babel, las minas del rey Salomón”.
¿Por qué sonríe ante la cámara ese minero mientras al fondo otro se asoma? ¿Qué chiste le contaste, Sebastião? Ese personaje me recuerda a los juegos de los albañiles mexicanos que practican boxeo y se tocan sus partes con extraños juegos que solo ellos entienden mientras cuentan chistes tontos y albures en los pocos minutos de descanso. El libro: Trabajadores.
Lélia Wanick, la esposa de Salgado, ha hecho la maravilla. Ella crea los conceptos de sus proyectos, es su editora, su museógrafa y su amor, y lo ha acompañado toda su octogenaria vida. Ahora que la migración humana está en boca de media humanidad debido al avance del fascismo y la ultraderecha, hay que echar una mirada a Éxodos, que documenta a los refugiados del mundo, a los desplazados, a los migrantes que caminan en fila por causa del desastre sociopolítico y la pobreza que otra fatalidad, la miseria humana, engendra.
El brillo de los ojos de los tres niños africanos reluce y entre las cobijas solo se ve parte de sus rostros. ¿Qué estarán pensando ahora que son retratados por Sebastião? Otro grupo se protege del sol y del frío y camina entre los pastizales. El artista los retrata de espaldas y un niño sonriente se asoma a mirarlo.
Ahora son muchos migrantes que se detienen a descansar. El pequeñito parece preguntarle a su madre si todavía le queda un poco de leche mientras levanta su blusa; la gente, las tiendas de campaña y a lo lejos el implacable cielo nublado parecen observarlo todo.
En la fotografía de Sebastião no todo es blanco y negro; hay demasiada riqueza en la gama de grises: gris explotación, negro devastación, oscuro gris guerra y hambre, blanco resistencia y solidaridad, gris verde belleza de la Tierra, porque también están los pingüinos, el elefante solitario, la cola de la ballena, el mar vuelto río, los niños en la balsa; en fin: la belleza de los pueblos originarios que habitan el mundo…
Pero, luego de estar en Ruanda, Salgado enfermó. Había visto tantas muertes que estaba muriendo. Lélia lo motivó a replantar la selva que había desaparecido. Dejó la fotografía, pero en diez años regresaron hectáreas de selva y volvieron las aves, los insectos y los mamíferos. Revivió la selva… resucitó él.
En “Amazonia”, la exposición que se acaba de ir del Museo de Antropología, pudimos ver cómo el dinero es solo una trampa de la humanidad, porque es sinónimo de muerte y genocidio. ¿Qué hace que ahora mismo exista un brutal exterminio en Palestina? ¿Por qué tanta guerra en pleno siglo XXI? ¿Quién llevó a un millonario e inescrupuloso delincuente a la Casa Blanca? Fueron los otros poderosos, es decir, los dueños del dinero.
Existen, sin embargo, comunidades felices, pueblos encerrados en la selva, en el paraíso, que no lo necesitan, que viven de lo que cazan y pescan, lo que recogen de los árboles, a los que respetan como el agua dulce y limpia de las vertientes del gran río.
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Zedillo aseguraba que el monto del Fobaproa ascendería a 180 mil millones de pesos. Se equivocó, pero solo por ¡2 billones 384 mil 472 millones! Y todavía este cínico viene a criticar el manejo de los únicos dos gobiernos progresistas.
De las masacres en tiempos de Zedillo y de la diáspora de nuestros compatriotas luego hablamos…

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