La justicia climática no se reduce a una meta técnica de reducir emisiones o proteger bosques. En América Latina, representa una exigencia histórica: reconocer que el cambio climático no afecta a todos por igual. Las comunidades indígenas, afrodescendientes, campesinas, y en particular las mujeres rurales, han cargado durante décadas con los costos de un modelo de desarrollo que muchas veces las ha excluido y violentado. Por eso, hablar de justicia climática en nuestra región implica mucho más que hablar de medio ambiente; es hablar de derechos, de desigualdad, de dignidad.
Uno de los pasos más importantes hacia este enfoque fue la firma del Acuerdo de Escazú, que entró en vigor en 2021. Este tratado busca garantizar el acceso a la información ambiental, la participación pública en decisiones y, de forma muy significativa, la protección de las personas defensoras del territorio y el medio ambiente. México lo ratificó en 2020, sumándose a otros países que buscan abrir caminos más democráticos y transparentes en la gobernanza ambiental.
Gobiernos progresistas frente al desafío climático
México: entre la voluntad social y el modelo extractivo
En México, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador apostó por políticas sociales con una narrativa transformadora. Programas como Sembrando Vida, que impulsó la reforestación y el empleo rural, fueron reconocidos incluso a nivel internacional. También se ampliaron las áreas naturales protegidas y se fortalecieron algunos sistemas de alerta temprana para enfrentar fenómenos extremos.
Sin embargo, el mismo gobierno impulsó proyectos como el Tren Maya o la refinería de Dos Bocas, que generaron severas críticas por su impacto ambiental y social. Estas contradicciones reflejan los límites de un modelo que intenta, al mismo tiempo, aliviar la pobreza y mantener estructuras económicas dependientes de los combustibles fósiles.
Con la llegada de Claudia Sheinbaum al poder en 2024, muchos observadores vieron una oportunidad para reconciliar el desarrollo con una agenda ambiental más ambiciosa. Su discurso inicial apuntó hacia un México más verde, con metas concretas para incrementar el uso de energías renovables y una postura más crítica hacia la expansión petrolera. No obstante, el respaldo institucional a empresas como Pemex y CFE continúa generando tensiones entre el discurso ambiental y la realidad económica del país.
Argentina: la apuesta por la educación y la participación
En Argentina, el enfoque ambiental progresista se ha apoyado en la educación y la participación. Dos leyes emblemáticas —la Ley Yolanda y la Ley de Educación Ambiental Integral— establecen la formación ambiental obligatoria para funcionarios públicos y el acceso transversal al conocimiento ambiental desde las escuelas. Este tipo de iniciativas reflejan un entendimiento profundo: la justicia climática no se impone desde arriba, se construye desde la conciencia ciudadana y el compromiso colectivo.
Colombia, Chile, Brasil: esperanzas en disputa
En Colombia, el gobierno de Gustavo Petro ha incorporado un discurso fuerte en defensa del medio ambiente y los derechos de las comunidades más afectadas por la crisis climática. Su propuesta de una transición energética justa ha sido bien recibida por sectores sociales, pero enfrenta resistencias estructurales y económicas difíciles de sortear.
En Chile y Brasil, el progresismo también ha buscado posicionar la justicia climática como una prioridad. La ratificación del Acuerdo de Escazú, los planes de reforestación y la presión por una mayor equidad en el acceso al agua y la energía son señales de avance. Sin embargo, las tensiones entre la urgencia de financiamiento, la presión de las industrias extractivas y las expectativas de las bases sociales siguen siendo enormes.
La sociedad civil marca el ritmo
Mientras los gobiernos oscilan entre avances y contradicciones, la sociedad civil latinoamericana ha tomado un papel protagónico. De cara a la próxima Conferencia de las Partes (COP30), organizaciones de la región presentaron un llamado claro: exigir más ambición climática a los países desarrollados, pero también coherencia a los gobiernos propios. La transición energética, dicen, debe ser justa, inclusiva y basada en derechos. No puede construirse a costa de nuevos desplazamientos ni de falsas promesas verdes.
Entre las principales demandas están el acceso real a financiamiento climático, la creación de empleos dignos, el reconocimiento a los pueblos originarios como actores clave, y la urgencia de abandonar progresivamente los combustibles fósiles. Esta visión, nacida desde abajo, es la que realmente está empujando una justicia climática con rostro humano.
Desafíos de una justicia climática progresista
Los gobiernos progresistas de la región enfrentan desafíos complejos. El primero es de coherencia: ¿cómo impulsar energías limpias sin debilitar las instituciones públicas que aún dependen del modelo extractivo? Otro reto es financiero: aún faltan mecanismos sólidos que permitan a gobiernos locales y comunidades acceder a fondos climáticos internacionales sin depender de intermediarios o grandes consultoras.
Además, el modelo de desarrollo continúa anclado en la idea de explotar los recursos naturales como fuente principal de riqueza, lo que muchas veces contradice las promesas de sostenibilidad. Por último, la implementación efectiva del Acuerdo de Escazú sigue siendo una deuda. No basta con firmar tratados; hace falta voluntad política y estructura institucional para proteger, de verdad, a quienes defienden la vida y el territorio.
Un camino en construcción
La justicia climática en América Latina no es una meta lejana, sino un proceso en marcha, lleno de contradicciones, aprendizajes y esperanzas. Los gobiernos progresistas han avanzado en colocar este tema en el centro de la agenda pública, pero aún tienen mucho que demostrar. Mientras tanto, las comunidades, movimientos sociales y pueblos originarios continúan siendo los verdaderos guardianes de la vida en el continente.
Solo si se escucha a quienes históricamente han sido silenciados, si se redistribuyen de manera justa los recursos y las responsabilidades, y si se pone la vida en el centro de las decisiones, podremos hablar, algún día, de una justicia climática verdadera. Una justicia que no sea solo ambiental, sino profundamente humana.

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