Datos matones

Opinión de Germán Castro

Ya en las postrimerías de la tarde, terminando una de esas dilatadas comidas familiares de domingo, ahora tan frecuentes porque el bicho lo permite, hace poco me ocurrió algo que seguramente ha sufrido más de uno… o una, pues. La plática de sobremesa ya había rebasado los linderos de lo ameno para volverse francamente desquiciante, luego de que el típico primo con ínfulas de fifí había pasado de las indirectas traperas a las muy directas… 

— Y es que por culpa de López estamos peor que nunca —fue la aseveración que me colmó el plato.

En casos así, me dirán, la prudencia dicta que lo mejor es decir buenas tardes, repartir besos y apapachos, reclamar el itacate de ocasión y salir de ahí cuanto antes; o tal vez intentar un olímpico giro temático, estratagema siempre fácil de ejecutar cuando uno conoce las profundidades del alma de su gente, y sabe de qué pies cojean y cuáles son los asuntos que realmente pueden prendarlos: 

— ¿Y qué Pachuca por Toluca, Jaimito? –pude haber soltado, y sin duda alguna hubiera permitido que buena parte de los comensales tuviera ahora sí algo qué aportar a la tertulia y muchos chascarrillos que reciclar. Previsiblemente, después de los sarcásticos lamentos por la suerte del Club Toluca, la charla se habría encaminado a las burlas contra los americanistas ahí presentes, luego a los amores y odios que Memo Ochoa sigue despertando entre la afición y de ahí a Qatar… Risas, santa paz, y cómo no tía, le acepto otra cervecita…

Pero no, ese día no atendí a Dear Produnce: — ¿Estamos? ¿Quiénes, Odilón? ¿En qué estamos peor que nunca?

Los minutos siguientes los ocupa una escena que todos conocemos: enmarcada en un silencio sepulcral a cargo de los prudentes y de los y las que de política y de religión mejor no hablan, la respuesta consabida: — Sí, estamos, todos, ¡peor en todo!

Segunda llamada de doña Prudencia: Ok, no capitules, pero mejor záfate del embrollo: — Uy, qué triste que todo esté peor, que todos estemos mal, ¡y yo sin darme cuenta, hombre! Bueno, tiíta Gertrudis, comimos como reyes, exquisito y abundante, y la compañía fue una delicia. Muchas gracias, nosotros nos vamos, eh… 

Por supuesto, de nuevo, no atendí a la cordura… 

— A ver, por favor danos un ejemplo. 

Como era de esperarse, el pobre Odilón no pudo pasar de proferir imprecisas generalidades —“Nadie se siente seguro en este país”—, lugares comunes vacuos —“El señor ataca desde su púlpito mañanero a sus críticos”—, prejuicios —“¡Qué puede saber López de macroeconomía si ni habla inglés!”— y sobre todo, un batido de falsedades. Aquí debo acotar que creo firmemente que en la mayoría de los casos mi pariente no mintió, quiero decir, espetó afirmaciones que no son ciertas, sí, pero las soltó sin saberlo, al contrario, como muchos pejefóbicos y criticones por puro aspiracionismo —si estoy en contra del Peje me veo más fifí—, nada más repitió embustes que la mediósfera tradicional le ha metido en la cabeza, absolutamente convencido de que así son las cosas —aquí no tiene caso ejemplificar; ustedes saben a cuáles me refiero—.

Lo que siguió entonces fue una andanada a cuenta y cargo de un servidor, un aluvioncito de datos matones. Ya saben:

En fin, jalé el gatillo y así lo mantuve un rato hasta que, seguramente por conmiseración, intercedió una prima… 

— ¿Nadie quiere otro flancito? 

Odilón ya no quiso… 

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